viernes, 11 de mayo de 2018

Antes del Incendio | Luna Riversong

Hola Todos!
Antes de nada, quiero deciros que por algún motivo blogger no me deja responder a los comentarios que dejáis en las entradas. Me da muchísima rabia, pero no sé cómo solucionarlo porque nunca antes me había pasado.
Hoy nos toca la última entrada de la serie de relatos previa a mi novela "Crónica del Incendio". "Antes del Incendio" es una serie de cinco relatos protagonizados por cinco de los personajes de la historia. Todos tienen lugar antes de los eventos que se narran en "Crónica del Incendio"; este en concreto tiene lugar cinco meses antes de que empiece el libro. Como ya os he comentado alguna vez, Luna es una de las dos narradoras principales de la novela, y un personaje entrañable tanto por su inocencia como por su juventud. Espero que le deis mucho cariño.
La ilustración, como siempre, viene de la mano de Jota Ilustrador y como ya nos tiene acostumbrados, es absolutamente magnífica y representa genial a Luna.
¡Espero que os guste!

Luna Riversong

Ciudad Nueva


Cuando el autobús del Transporte de Industrias deja atrás la última fábrica y entra traqueteando en el gueto, ya es de noche. Suspiro, rezando por poder llegar a casa antes de que comience el toque de queda. Salir de clase tarde no supone un problema para los señoritos del Centro, pero es algo muy diferente para mí. No es solo que en mi “distrito” no haya un alumbrado decente en las calles, sino que tampoco es muy seguro recorrerlas de noche.

Me bajo del autobús y comienzo a caminar a paso rápido por las calles de tierra apisonada. El gueto consiste en una amalgama de edificios bajos y achaparrados con paredes de materiales diversos, techos planos con paneles solares y suelos de tierra prensada. Esas son las casas “oficiales”, las viviendas prefabricadas que te asigna el Gobierno si eres un ciudadano de provecho. Pero entre ellas proliferan las chabolas, refugios mal construidos en los que malviven todos aquellos que no tienen cabida en la ordenada vida del sistema. Como los niños abandonados o huérfanos. O aquellos que no quieran ser vistos por las cámaras que hay instaladas en todas las casas, como las prostitutas y los criminales de poca monta.

De no ser por mi madre, seguramente acabaría viviendo en una de ellas.
Sólo de pensarlo aprieto el paso, tratando de llegar a casa lo antes posible. No queda mucho para las diez de la noche, cuando se activará el toque de queda y se cortará la luz eléctrica en el gueto. La única iluminación que habrá será el resplandor de las luces del Centro. No querría caminar casi a oscuras por las callejas del gueto ni por todo el dinero del mundo.
Por suerte, mi casa no está demasiado lejos de la parada del autobús. El alivio recorre mi espina dorsal cuando llamo a la puerta con dos golpes secos, tal y como mi madre y yo acordamos hace años.
Pero nadie acude a abrirme.
–¿Mamá? –llamo en voz baja, insegura– ¿Mamá, estás en casa?
El silencio es la única respuesta que recibo, así que me acerco a una de las ventanas de nuestra pequeña casa. Miro por uno de los agujeros que ha hecho la lluvia ácida en la contraventana de chapa. A través de la raída cortina hecha de tela de ropa vieja, puedo ver que yace en el suelo, completamente inmóvil.
–Joder –murmuro, procurando no alzar la voz mientras busco el juego de llaves de emergencia que llevo en mi bolsa–. Ya voy, ya voy…
Pero cuando meto la llave en la cerradura no puedo evitar mascullar otra maldición en voz más alta, a punto de llorar. Mi madre ha metido su propia llave desde el lado interior de la cerradura. Es algo que solemos hacer para evitar que nadie pueda entrar en nuestra casa cuando estamos nosotras dentro.
Vuelvo a la ventana y trato de distinguir si mi madre está consciente, pero mirando los los agujeros de la chapa y con las cortinas echadas no consigo distinguirlo. La enfermedad le ha creado cierta sensibilidad a la luz, así que solo hay una pequeña lámpara encendida en una esquina del cuarto. Me parece que tiene los ojos cerrados y su piel está cubierta por una fina pátina de sudor. Creo que está viva, pero, ¿cuánto durará si no logro ayudarla? Y aun en el caso de que logre entrar en casa, ¿qué voy a hacer?
Me dejo caer de rodillas en el suelo, a punto de sufrir un ataque de ansiedad. Mi madre está ahí, apenas a dos metros de mí y no puedo ayudarla… ¿De qué sirven todas las jodidas cámaras en las casas si nadie va a enviar ayuda cuando alguien cae enfermo?
No puedo sucumbir al pánico. Tengo que entrar y luego, si aún no ha empezado el toque de queda, podría intentar contactar con Soren. Aunque solo sea un estudiante sé que va a ser un gran médico, y si no, sus padres son farmacéuticos… Podrían ayudar. Sí, esa es una idea que podría funcionar. Me pongo en pie y me encaro con la puerta cerrada, tratando de pensar rápido. Lo único que me viene a la mente es otra explosión de rabia y frustración, así que embisto la puerta con el hombro derecho.
Me hago tantísimo daño que casi me parece que el crujido que oigo viene de mis huesos, pero la grieta vertical que aparece en la puerta de aglomerado me hace darme cuenta de que no es mi hombro lo que se ha roto. Por una vez, el hecho de que nuestras casas estén construidas con los peores materiales posibles parece útil, así que aprieto los dientes y me lanzo otra vez contra la puerta.
La tercera vez que la embisto aterrizo en el suelo de nuestra pequeña casa, en medio de una lluvia de astillas, mordiéndome el lado interior de la mejilla derecha al caer. Se me escapa un gemido entre dientes.
–¿Mamá? –gimoteo, acercándome a ella sin levantarme del todo.
Mi madre tiene la piel oscura como el caramelo, un tono tostado no mucho más oscuro que mi propia piel, aunque en las mejillas y los dedos que le quedan parece muy enrojecida. Tiene un sarpullido enorme en la cara interna del antebrazo izquierdo, uno que no tenía esta mañana cuando me fui.
–¿Mamá? –digo dubitativa, tocándole la frente y apartando los encanecidos mechones de su rostro. Su cabello solía ser como el mío, liso y tan negro como la tinta, pero la mayor parte se le ha ido cayendo en los últimos meses y lo que le queda está grisáceo y encrespado– ¿Mamá, me oyes?
Los párpados de mi madre aletean suavemente, pero no abre los ojos.
–¿Luna?
Me siento tan aliviada que quiero romper a reír.
–Soy yo, mamá –digo, tratando de no alzar la voz para no atraer curiosos indeseados–. Te has desmayado. Voy a llamar a Soren, mi amigo el médico, y…
En ese momento, la pequeña lámpara que era nuestra única luz se apaga de golpe. Siento tantas ganas de gritar que casi no puedo contenerme, así que en vez de eso rompo a llorar. Querría pedir ayuda, a alguien, a quien sea, pero desde el principio mamá y yo hemos estado solas. En cierto modo aisladas incluso del resto de los habitantes del gueto.
No tengo a nadie a quien recurrir aquí.
–Lo siento.
El susurro de mi madre es tan tenue que apenas lo oigo. En medio de la casi completa oscuridad que caracteriza al gueto durante la noche, cuando pretenden obligarnos a dormir con los cortes de luz, me parece ver el reflejo de la escasa luz exterior en un ojo abierto.
–Lo siento –repite mi madre en un ronco susurro, y no puedo dejar de maldecir la enfermedad que le ha robado hasta la voz–. Siento irme así. Hay cosas que debería haberte contado…
–No te vas a morir, mamá –murmuro entre lágrimas, porque no puedo asumir algo así, sencillamente no puedo. Mi madre es prácticamente mi vida. Mi madre es todo mi mundo–. Mamá, aguanta hasta mañana, Soren…
–Luna –me interrumpe mi madre, y noto como respira otra vez entrecortadamente.
A tientas, le tomo el pulso con los dedos, como si realmente supiera lo que estoy haciendo. Noto que los latidos de su corazón son como un reloj desacompasado, se aceleran y se interrumpen en una sinfonía dislocada que no augura nada bueno.
Las taquicardias son un síntoma más de su enfermedad, pero hasta ahora, en todos los años que mamá lleva aguantando, no habían durado tanto.
Y de pronto, todo se queda en silencio.
Aprieto los dedos contra su cuello con todas mis fuerzas, tratando de captar algo, lo que sea; pero bajo la piel aún cálida no hay latidos. El aire de mi casa parece estático. Solo unos sollozos histéricos rompen el atronador silencio.
Sé que no debería hacer ruido, pero no puedo dejar de llorar. No me importa que alguien vea la puerta rota, me oiga y venga a por mí. Solo me importa el cuerpo que ya no es mi madre enfriándose en el suelo, a mi lado; el vacío que ha dejado en mi vida y que ya nunca podré llenar. Sollozo y siento que no puedo respirar. Me duelen la garganta y los ojos, me duele… me duele todo.
No puedo más.
–Mamá…
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